Oscar Wilde, 1892
Seguimos los pasos de unos pies que danzaban;
vagábamos por las calles a la luz de la luna
y nos detuvimos ante la casa de la ramera.
Adentro, por encima de la tromba y la refriega,
los músicos tocaban con furia
el «Treues Liebes Herz» de Strauss.
Como extrañas maquinarias grotescas,
dibujando arabescos fantásticos,
las sombras corrían por la cortina.
Vimos girar a los bailarines espectrales
al son de la trompa y el violín,
como hojas negras agitándose al viento.
Igual que autómatas de alambre,
los esqueletos de silueta tenue
movíanse sigilosos mientras danzaban la lenta cuadrilla.
Se tomaron unos a otros de la mano,
y bailaron una zarabanda majestuosa.
Sus risas resonaban diáfanas y estridentes.
A veces una figurilla de reloj estrechaba
en sus brazos a un amante fantasma;
a veces parecía que intentaba cantar.
A veces una horrible marioneta
salia y fumaba un cigarrillo.
sobre los escalones, como si tuviera vida.
Entonces, volviéndome a mi amor dije,
«Los muertos bailan con los muertos,
el polvo gira con el polvo».
Pero ella... ella oyó el violín,
y dejó mi lado, y entró:
el amor pasó a la casa de la lujuria.
Luego, de pronto, la tonada se volvió falsa,
los que danzaban se cansaron del vals,
las sombras cesaron de girar y agitarse.
Y por la calle larga y silenciosa,
la aurora, ataviados los pies con sandalias de plata,
se deslizó como una muchacha asustada.
Seguimos los pasos de unos pies que danzaban;
vagábamos por las calles a la luz de la luna
y nos detuvimos ante la casa de la ramera.
Adentro, por encima de la tromba y la refriega,
los músicos tocaban con furia
el «Treues Liebes Herz» de Strauss.
Como extrañas maquinarias grotescas,
dibujando arabescos fantásticos,
las sombras corrían por la cortina.
Vimos girar a los bailarines espectrales
al son de la trompa y el violín,
como hojas negras agitándose al viento.
Igual que autómatas de alambre,
los esqueletos de silueta tenue
movíanse sigilosos mientras danzaban la lenta cuadrilla.
Se tomaron unos a otros de la mano,
y bailaron una zarabanda majestuosa.
Sus risas resonaban diáfanas y estridentes.
A veces una figurilla de reloj estrechaba
en sus brazos a un amante fantasma;
a veces parecía que intentaba cantar.
A veces una horrible marioneta
salia y fumaba un cigarrillo.
sobre los escalones, como si tuviera vida.
Entonces, volviéndome a mi amor dije,
«Los muertos bailan con los muertos,
el polvo gira con el polvo».
Pero ella... ella oyó el violín,
y dejó mi lado, y entró:
el amor pasó a la casa de la lujuria.
Luego, de pronto, la tonada se volvió falsa,
los que danzaban se cansaron del vals,
las sombras cesaron de girar y agitarse.
Y por la calle larga y silenciosa,
la aurora, ataviados los pies con sandalias de plata,
se deslizó como una muchacha asustada.