sábado, 12 de abril de 2014

"La casa de la ramera"

Oscar Wilde, 1892


Seguimos los pasos de unos pies que danzaban;
vagábamos por las calles a la luz de la luna
y nos detuvimos ante la casa de la ramera.

Adentro, por encima de la tromba y la refriega,
los músicos tocaban con furia
el «Treues Liebes Herz» de Strauss.

Como extrañas maquinarias grotescas,
dibujando arabescos fantásticos,
las sombras corrían por la cortina.

Vimos girar a los bailarines espectrales
al son de la trompa y el violín,
como hojas negras agitándose al viento.

Igual que autómatas de alambre,
los esqueletos de silueta tenue
movíanse sigilosos mientras danzaban la lenta cuadrilla.

Se tomaron unos a otros de la mano,
y bailaron una zarabanda majestuosa.
Sus risas resonaban diáfanas y estridentes.

A veces una figurilla de reloj estrechaba
en sus brazos a un amante fantasma;
a veces parecía que intentaba cantar.

A veces una horrible marioneta
salia y fumaba un cigarrillo.
sobre los escalones, como si tuviera vida.

Entonces, volviéndome a mi amor dije,
«Los muertos bailan con los muertos,
el polvo gira con el polvo».

Pero ella... ella oyó el violín,
y dejó mi lado, y entró:
el amor pasó a la casa de la lujuria.

Luego, de pronto, la tonada se volvió falsa,
los que danzaban se cansaron del vals,
las sombras cesaron de girar y agitarse.

Y por la calle larga y silenciosa,
la aurora, ataviados los pies con sandalias de plata,
se deslizó como una muchacha asustada.

Tumbas Lejanas

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